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DEL AMOR Y LOS COMPLETOS

Vicente Davanzo


¿Qué es lo que nos pasa, a nosotros los chilenos y chilenas, con el completo? ¿Por qué en esta larga y angosta franja de tierra somos tan propensos a comer este largo y angosto bocadillo? No son preguntas fáciles de responder, y es que nuestra relación con este alimento, hijo mutante del hot dog norteamericano, es un tema complejo que perfectamente daría para una tesis universitaria sobre patrimonio gastronómico. Para no complicarme en academicismos, diré simplemente que nuestro país tiene una vinculación distinta con el completo que con otros exponentes de la comida rápida. Es indudable que somos buenos para eso que conocemos como chanchear, para lo cual disponemos de una amplia y variada gama de alternativas. Sin embargo, no todas las posibilidades que ofrece el mercado del chancheo están tan arraigadas en el imaginario colectivo y en los afectos como el completo: niño símbolo de la comida urbana, nocturna y callejera, pero también íntima, cotidiana y familiar.

El completo es especial. Lo comemos en cumpleaños, para reunir fondos, de pie en la calle a mitad de la noche. Lo preparamos en casa para tomar once o para cenar. Lo acompañamos con bebida, té o cerveza. Es una parte incuestionable del universo culinario local y, para millones de personas, de la vida cotidiana. Incluso entre los vegetarianos es popular, quienes lo comen sacando el embutido o reemplazándolo por queso, champiñones o unas misteriosas salchichas veganas. Los puristas debatirán la legitimidad de llamar a eso un completo, pero ese no es el punto aquí. Además, ¿por qué negarle a alguien el placer de comer algo tan rico? Basta con sacar la vienesa, no le den color.

Retomando la idea anterior, creo que lo que existe, entre este alimento y quienes compartimos el dudoso placer de la nacionalidad chilena, es una relación más especial que con otros emblemas de la comida chatarra. Incluso con algunos tan populares como la pizza o la papa frita. En pocas palabras: con el completo tenemos una relación de amor.

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Acompañando desde la infancia: mi hermana Elisa y su amiga Isi celebrando un cumpleaños con su buen par de tocomples

Hay varias cosas que me hacen creer esto. De partida, que está cargado de valores y significados que se asocian con la memoria. Todos tenemos recuerdos o historias vinculadas con el completo. Por mi parte, por ejemplo, recuerdo que cuando entré a la universidad me llamó mucho la atención un local que se ubicaba frente al campus, cruzando Vicuña Mackenna, y que se llamaba Completología. A mí me hacía mucha gracia su nombre, porque sonaba como un ramo o una carrera, y estaba inserto en un contexto donde casi todos estudiaban psicología, sociología, pedagogía o alguna otra cosa que rimaba. Yo no, porque estudiaba Licenciatura en Historia, así que durante los cuatro años de carrera dediqué suficientes almuerzos y horas pedagógicas a Completología como para obtener, al menos, un diplomado. Un poco más allá, en Camino Agrícola, había otro local que ofrecía unos míticos completos de medio metro. Nunca fui, pero un compañero se jactaba de haberse comido cuatro en una ocasión. No puedo dar fe de su proeza, pero ciertamente impresiona la idea de que se haya zampado dos metros de completo en una sola sentada. Bastante más que su estatura, debo decir.

Y ese es otro punto que me hace ver la seriedad de nuestro amor por este bocadillo: la permanente predisposición a la exageración, a la hipérbole, que tenemos en su consumo. A la existencia en el mercado de ejemplares de un tamaño cada vez mayor, como lo evidencia la historia anterior, se suma la tendencia generalizada a comernos varios cada vez, siempre que sea posible. La mayoría de los locales callejeros tienen promociones que incluyen dos o más unidades junto a un bebestible, y todos en alguna ocasión hemos comido una cantidad desaconsejable de completos en un cumpleaños o evento familiar. Hace poco, una chica que sigo en Instagram encuestó a sus seguidores con respecto a cuántos se comían de una vez: la mayoría oscilaba entre los dos y tres (en lo que podríamos considerar la media nacional), pero un sujeto decía haberse comido hasta once. Desconozco si eso será más que dos metros, pero ciertamente es mucho.

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Otra prueba de este amor es que, al ser tan cotidianos y estar presentes en nuestras vidas desde la más tierna infancia, todos tenemos una manera preferida de prepararlos y comerlos. Y es que la preparación es todo un tema. Porque además de las numerosas opciones de ingredientes que se le pueden echar, la forma y el orden de hacerlo tienen consecuencias reales en la experiencia final. No da lo mismo si se pone primero la palta o el tomate, o en qué momento se agregan las salsas. Para ejemplificar, les contaré cómo preparo mis completos.

Asumamos que ya tienen las vienesas cocidas y el pan calentito, recién sacado del horno o el tostador. Asumamos también que los añadidos están pelados, picados, molidos y listos para el armado. Antes que todo, les cuento que frente al clásico problema de “quiero ponerle muchas cosas, pero no me caben”, encontré una solución innovadora que les permitirá aumentar su capacidad de carga sin llenarse los zapatos de palta y tomate picado. Un buen día, comiendo completos, me di cuenta de que bajo la vienesa existe un espacio perfectamente aprovechable, que se desperdicia con la distribución tradicional de los acompañamientos. Por eso ahora, cuando los preparo, siempre le echo mayonesa al pan antes de ponerle la salchicha, dejando más espacio en la parte superior para el resto de los insumos. Ahí está. De nada.

Una vez que ya tienen el pan y la vienesa, con la deliciosa mayonesa ocupando el espacio intermedio, pueden completar su obra poniéndole encima los componentes acordes al gusto personal. Primero se deben agregar los elementos picados y jugosos, como el tomate, el chucrut, la americana y la salsa verde. Luego, encima de estos, se coloca la palta molida, cubriendo los vegetales y sellando el completo. Esto es muy importante, pues la palta funciona ligando y manteniendo todo en su lugar. Además, entrega una superficie plana donde aplicar el kétchup, la mostaza o el ají. Incluso, si se sienten creativos, pueden escribir algo sobre su completo como APRUEBO, su nombre, o un mensaje romántico. Sabido es que un completo diciendo “te amo” es un gesto insuperable en el galanteo nacional. Si no tienen palta, cosa cada vez más probable dado su alto precio y la sequía que provoca, los porotos verdes funcionan bien para reemplazarla en su verdor. En este caso se aconseja incorporar también el ají verde. A los incrédulos les digo: no se nieguen al placer del completo chacarero.

En conclusión, el completo es importante para nosotros. Es tan importante, que incluso hemos desarrollado un léxico en torno a su consumo, desde la completada hasta una enorme variedad de nombres dependiendo de lo que lleve. Este lenguaje culinario es sutil y complejo, al punto de que le llamemos completo al alimento en general, pero también a una forma específica de prepararlo. Imagino que no debe ser muy fácil de comprender, para quien no esté acostumbrado a las dinámicas culturales y gastronómicas locales, el hecho de que tengamos el completo italiano, el completo dinámico, el completo especial y el completo completo. En pocas palabras, hablamos de una parte de nuestra identidad. Una parte cotidiana y hermosa, tan familiar como callejera, compañera de historias y aventuras. Y si eso no es amor, no sé qué lo sea.

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Vicente Davanzo (Santiago, 1993). Licenciado en historia, músico y gestor cultural con experiencia en fomento lector y el desarrollo de proyectos artísticos. Se desempeñó como bajista de la banda nacional Novas, vigente entre 2013 y 2018, con dos producciones discográficas y numerosas presentaciones en vivo. Actualmente incursiona en la poesía.

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